Ni más ni menos hombres
TXT Lina Holtzman Warszawski
Una tarde, mi hijo me comentó con emoción: “Mamá, ayer fui más hombre”. ¡Sírvanme un tequila! Le pregunté a qué se refería. “Me subí a un juego al que nunca me había atrevido a subirme”, respondió. Esta anécdota, que tal vez él odiará un día, me motivó a preguntarle: “¿Y, entonces, qué eras antes?”. Me miró, pensativo, y dijo: “Pues era como una nena”. Hablamos entonces de que la valentía, la audacia y el llanto no son exclusivos ni de niños ni niñas y que hay nenas valientes y nenes que lloran y aquí no pasa nada. Pocos días después me pidió que lo olvidáramos, pero sé que aquello lo hizo reflexionar. Igual que a mí, y mucho más. Mi hijo no vive el machismo en casa, pero evidentemente sí en su entorno exterior, donde siguen campeando frases como “no llores” y “no seas nena”. Entendí que la lección que podía darle era el convencimiento de que ni él ni nadie puede ser ni más ni menos hombre y no hay necesidad alguna de demostrarlo. Se puede ser mejor o peor persona, más inteligente, menos inteligente, más divertida, menos divertida, más valiente, menos valiente. Pero se es hombre y punto.
El machismo no es siempre evidente. Hay micromachismos. Muchos. Basten como ejemplos la costumbre de muchos restaurantes de entregarle la cuenta al hombre si se trata de una pareja hombre-mujer (la cuenta se le debe entregar a quien la pide y se acabó) o la creencia de que quien “manda” en una relación es el hombre. Hay otras formas, como la disparidad salarial por género o el caso de mujeres despedidas por estar embarazadas. Pero la más brutal y urgente por resolver hoy es el feminicidio.
De acuerdo con la onu, cada día en México ocurren 7.5 feminicidios. Cada vez que se hace público uno de ellos, muchos hombres preguntan (se puede ver en las redes sociales) por qué no existe el “hombricidio”. Hay que entender qué define al feminicidio. Cuando hablamos de número de muertes, sin duda es mayor el número de varones que son asesinados hoy en día, con mayor razón en el contexto de violencia que vive el país, tristemente. A los hombres los están matando hombres, pero a las mujeres también nos están matando hombres. Este es un factor fundamental que se debe tomar en cuenta.
Si una mujer es asesinada por resistirse a un asalto, no podemos hablar de un feminicidio, pero es una constante que una de ellas a la que se le arranca la vida haya sido antes violada y que quien la haya ultimado haya sido alguien de su confianza: su pareja, su pariente, su amigo, el hombre al que le dio su número telefónico. “Te estoy matando porque puedo, porque eres una mujer y porque te considero por descontado inferior o cercana a una cosa”. Misma razón por la que un hombre decide entonces tocarle a una mujer una nalga o tratarla como un objeto en las fotografías que comparte en las redes sociales o matarla y luego tirarla. Porque, además, parecieran creer los agresores: “¿Sabes qué? Hay tantas muertes hoy en el país que nadie investigará. A nadie le va a importar si te moriste”.
Ahí están el diccionario y las leyes federales mexicanas, que dicen, en ese orden: el feminicido es un “asesinato de una mujer por razón de su sexo” y “comete el delito de feminicidio quien prive de la vida a una mujer por razones de género”. México es uno de los países que ha signado más acuerdos sobre una vida libre de violencia para las mujeres. Todos coinciden en que la violencia de género existe, además de una relación asimétrica de poder entre hombres y mujeres.
Cuando digo que el problema es nuestro, me refiero no solo a México, donde ya es tan crudo y brutal. En ocasiones diversas me han preguntado qué me ha hecho detenerme para decir que esto no puede seguir así. Mi respuesta es que tengo un miedo enorme de que el día de mañana sean nuestras hijas. No podemos no hacer nada porque seguimos nosotras. Ante la impunidad y la inacción no podemos quedarnos calladas. Tenemos que salir a gritar. Nos quedan dos opciones: salir a gritar o esperar a que nos maten. Las alertas de género han sido una tomada de pelo. Se emiten las alertas de género, se echan a andar protocolos. Nada parece cambiar; todo se está haciendo mal. En la Ciudad de México se repartieron silbatos para prevenir el acoso. ¿De verdad? Visto de otro modo: se da por hecho que las mujeres seremos víctimas de acoso y nos ofrecen una manera de llamar la atención porque están seguros de que nos va a ocurrir, nos va a tocar. ¡Vaya! ¿Hoy dónde están los silbatos?
Entiendo las razones del caso de programas como el del transporte exclusivo para mujeres, pero no deja de ser comparable con tratar de detener una hemorragia con un “curita”. Al descender del autobús o el vagón otra vez corren el riesgo las mujeres de que un hombre que venía en el otro vehículo o en el otro vagón las toque y les tome la foto por detrás. Ocurre así todo el tiempo. El mensaje que los hombres reciben con esto me parece espantoso: asumimos que eres un abusador o violador en potencia y por eso no puedes compartir el mismo espacio que ellas. Es común enterarnos de que cada vez que se denuncia un acto de violencia de género o se busca a una mujer, sus familiares escuchen un “seguro se fue con el novio” o “¿qué hacía sola?”. Cuántas notas periodísticas sobre un feminicidio no se acompañan de la palabra “sola”. Si la víctima es un hombre, nadie se pregunta si iba solo y por qué. Una joven mujer es asesinada en la unam y los medios destacan que no había terminado la preparatoria.
La Alerta de Violencia de Género Contra las Mujeres (AVGCM) se ha declarado en varias partes de 18 estados del país y está pendiente en tres casos más, incluida toda la Ciudad de México. Pero en ninguno de los sitios en los que se ha declarado las cosas han cambiado. No ha pasado nada. El cambio de gobierno federal el pasado diciembre dio pie a que creyéramos que las cosas cambiarían. Pero no. Se ha dado prioridad a asuntos como el robo de combustible, mientras que se discute el tema de la prisión preventiva oficiosa en caso de feminicidio, siendo que los jueces no están preparados en materia de perspectiva de género.
Buscamos en las leyes, en mayores penas y castigos, pero no le estamos apostando a la educación, a la cultura ni a cambiar las circunstancias desde el fondo, desde el centro de la sociedad (no, no toda la responsabilidad o culpa es de las autoridades). Apostemos a la educación y a que sean los mismos hombres quienes miren a sus pares y les señalen que “así no” y “lo que haces no está bien”. No lo veo ni en campañas de comunicación ni en las calles o las realiza la iniciativa privada, pero apostemos todos. Lograr el cambio que nos hace tanta falta es un asunto de absolutamente todos. A fondo y con prisa, porque con cada una de las víctimas, que ya debemos lamentar, se ha ido una parte de todos nosotros.